lunes, 9 de mayo de 2011

Monsieur Bovary

¿EN QUÉ MOMENTO pude haber cambiado el flujo de los hechos? ¿De qué modo podría haber alterado el curso de la trama? Son preguntas que me hago ahora, cuando todo ha acabado y nada tiene vuelta atrás.

Me pregunto cómo habría sido tu vida si nunca te hubiera conocido. Me pregunto cómo habría sido tu vida si, aunque te hubiera conocido, no te hubiera amado. Me pregunto cómo habría sido tu vida si, desde el momento en que dejaste de quererme, me lo hubieras dicho y hubiéramos seguido caminos separados.

Me lo pregunto todo, Emma.

Es curioso cómo, al reconstruir nuestra historia, me parece que los hechos estaban destinados a pasar como pasaron, a sucederse como se sucedieron. Tengo la impresión de que cada hecho estaba fatalmente enlazado al siguiente, empujándole para producirlo, de modo que la realidad de cada instante decidía el contenido del instante inmediato.

Supongo que podría no haber muerto mi primera mujer y entonces no me habría casado (mi segundo matrimonio) contigo.

Supongo que tu padre podría no haber sufrido ningún accidente, no haberse fracturado ninguna pierna, y en tal caso yo no habría ido a tu casa, tal vez nunca te habría conocido.

Podría no haber pasado ninguna de esas cosas. Y, sin embargo, tengo la sensación de que tenían que pasar; que era inevitable que pasaran.

Puede que el recuerdo más fuerte de mi vida sea la primera vez que te vi. Fue como si una luz saliera de tu cara, como si tus mejillas estuvieran iluminadas por dentro. Al principio estabas de espaldas, cosiendo, de modo que lo primero que vi fueron tus uñas, blancas y brillantes. Así las recuerdo. Después te volviste hacia mí y recibí ese golpe de luz, blanco, acaparador, que salía de tus ojos. Sé que tus ojos son (tendría que decir eran) marrones, pero entonces me parecieron negros.

Después de atenderle, tu padre me invitó a comer. Te sentaste junto a mí y, mientras tu padre hablaba, yo no podía dejar de mirarte.

Cierro los ojos y oigo la primera frase que me dirigiste. Iba a marcharme ya cuando, al verme parado junto a la puerta, me preguntaste ¿Busca algo? Y yo Sí, mi fusta. Y atolondradamente, como si no supieras lo que es una fusta, añadí La vara para manejar el caballo.

Cuando por fin tu padre se curó, sentí un gran vacío. Se me hacía imposible no volver a verte. Y por eso me llenó de alegría que, cuando él vino a pagarme las consultas, me invitase a seguir visitando vuestra granja. Agradecí la invitación y, con el pretexto de que me gustaba el campo, seguí yendo allí. Seguí yendo a verte.

¿Te das cuenta, Emma? Seguí yendo a verte. Podría no haber vuelto, podría no haberte visto nunca más. Pero no. Seguí yendo porque algo me empujaba. Porque tu presencia me empujaba a ir.

Un día llegué cuando todos se habían ido al campo y sólo tú estabas en la casa. Entonces pudiste recibirme con frialdad. Pero no lo hiciste. Por el contrario, me hablaste de tu niñez, de tu educación con las monjas, de la muerte de tu madre, de tus recuerdos, de tus sentimientos… Me hablaste, Emma. Podrías no haberme hablado, pero me hablaste.

La noche que me decidí a pedirte en matrimonio, no pegué ojo.

Después intenté varias veces decírselo a tu padre, pero la vergüenza me podía. Hasta que, después de uno de mis balbuceos, él tomó la palabra. “Venga, hombre… ¿Acaso no lo sé?”.

Ya ves. Tu padre podría haberse desentendido. Podría no haberme ayudado a sincerarme, podría haberme dejado solo con mi timidez y mi cobardía. También podría haberse negado a que me casara contigo. Pudo haber hecho cualquiera de esas cosas. Pero no lo hizo.

También tú podías haberte negado. Es verdad que tu padre no estaba obligado a preguntarte, pero te preguntó. Y tú, pudiendo decir No, dijiste Sí.

..........

¿TE DAS CUENTA, Emma, cómo se fueron encadenando los hechos?, ¿cómo cada uno empujaba al siguiente, igual que en un drama o una novela?

Nos casamos. Dejaste la casa de tu padre y te viniste a vivir a la mía.

Fueron, para mí, días de total felicidad, los únicos plenamente felices de mi vida. Volvía del trabajo con la ilusión de encontrarte, casi sin poder creer que allí estuvieras tú. Convertiste mi casa, tan fría, en un sitio cálido y por un tiempo sentí romperse la membrana que siempre me ha separado de la vida.

Comer contigo enfrente, andar contigo de la mano, acariciar tu pelo o ver tu sombrero colgado en la ventana, eran motivos suficientes para ser feliz.

Por la mañana, con nuestras cabezas recostadas en la almohada, veía brillar la luz en tus mejillas. Miraba tus pupilas, tus pestañas. Y sólo después me levantaba.

Nos despedíamos lanzando un beso al aire, tú desde la ventana y yo subido al caballo con el que iba a hacer mis visitas.

Después, a la vuelta, besaba tu nuca, tu pelo, tus brazos, tus mejillas…

Sí, yo era feliz. Pero ¿lo eras tú?

Me gustaría tanto que me contestaras, que me dieras tu versión…

..........

ME PERDÍA EN ti y entonces no existía.

..........

SI ALGUNA VEZ me amaste, Emma, ¿cuál fue el momento exacto en que me dejaste de amar? ¿Fue cuando el tedio se instaló en nuestras vidas?

Supongo que no tardaste en comprender que vivir conmigo no era lo que deseabas. Imagino que esa sucesión de días sin otro aliciente que esperar mi vuelta del trabajo, mi llegada a casa, el regreso aburrido de un hombre agotado, no podía llenar tus aspiraciones.

No sé bien qué esperabas de nuestro matrimonio, pero sospecho que algo parecido a lo que contaban las novelas que leías, esas tramas románticas que a veces comentabas. Y yo, ¿qué podía ofrecerte más que tedio y rutina?

Se me ocurre ahora que pude haberte hablado de mis enfermos, de mis diagnósticos, de mis dudas, de mis preocupaciones… Puede que no me hubieras entendido, puede que no te interesaran mucho mis problemas, pero al menos habría compartido contigo esa parte de mi vida.

Sin embargo no lo hice. Todo lo más te pedí enviar facturas a los enfermos.

Cada tarde, cuando llegaba a casa, quería cortar con esas tensiones, dejarlas fuera de nuestro hogar, no sólo porque lo necesitaba para estar sereno, sino también porque creía que te aburriría con mis historias (aquella sangre que me salpicó en la cara, el estertor de la mujer que agonizaba, el aspecto de esa orina…).

Pero no me di cuenta de que el problema era más bien el contrario: tu sucesión de días anodinos, tu falta de emociones y experiencias.

Supongo que fue entonces cuando dejaste de quererme.

Y sin embargo, me gustaba verte activa. Disfrutaba viéndote dibujar y tocar el piano. Sí, me gustaban los bocetos que hacías. Los enmarqué y colgué en el salón.

También me gustaba oír los versos que recitabas de corrido y las canciones que recordabas de tu infancia. Quizá no mostré mucho entusiasmo (ya sabes que no soy dado a efusiones), pero de verdad que disfrutaba con eso.

¿Qué hubo en nuestra vida de entonces que se saliera de la rutina?

Sólo recuerdo la invitación de aquel marqués. Le curé un flemón y él, agradecido, nos invitó a una fiesta en su castillo.

Fue algo inusitado para mí. Me sentí abrumado, dudando continuamente cómo comportarme. El pantalón me apretaba. No sabía usar los cubiertos y me daba reparo preguntártelo: me daba vergüenza exhibir, ante ti, mi vulgaridad.

Cuando nos cambiamos de ropa para el baile te vi preciosa, con aquel vestido de color azafrán. Estabas de espaldas y pensé: ¿qué habré hecho yo para merecer una mujer así? Me acerqué para besarte los hombros y me rechazaste, No que me arrugas el vestido.

Me exigiste que no bailara, por miedo a que te dejara en ridículo. Pero tú sí bailaste, y yo, pese a todo, me sentí feliz de verte tan hermosa, atrayendo todas las miradas.

A la vuelta, te noté triste. Ibas silenciosa, con la mirada perdida. Cuando entramos en casa, te afloró una especie de rabia contenida y la descargaste sobre la criada. Ella, que esperaba que volviéramos más tarde, no tenía preparada la comida. Tú te enojaste y acabaste despidiéndola.

Comimos tristemente, sin hablar, oyendo de fondo los sollozos de la criada. ¿Sabes? Yo le tenía cariño: me había servido bien durante muchos años, antes de que tú y yo nos casáramos. Pero me di cuenta de que necesitabas desquitarte de algo (de otra cosa de la que ella no era culpable), y pensé cobardemente que, si no hacías recaer tu ira sobre ella, la volcarías sobre mí.

..........

NO DEBÍ ACEPTAR que nuestros mundos se fueran distanciando. Vivíamos juntos pero compartíamos muy poco.

Tú leías novelas y revistas, y raramente me comentabas nada sobre tus lecturas, aunque creo que siempre estuve dispuesto a escucharte.

Yo visitaba mis enfermos y apenas te comentaba nada de mis casos: de mis dudas, de mis errores, de mis pequeños logros.

A mí me reconfortaba la confianza, incluso aprecio, que la gente me mostraba como médico.

Sin embargo, está claro que yo era poco para ti. Mi vulgaridad, mis pequeñas miserias (porque hasta en las miserias soy pequeño) -mi descuido al comer cuando llegaba hambriento del trabajo, mi costumbre de quedarme dormido en el sillón después de las comidas (despertándome a menudo con mis propios ronquidos)…- contaban mucho más que todo lo que pudiera ofrecerte.

No sé por qué dejaste de dibujar y de tocar el piano. Además, empezaste a comer mal y a sufrir ataques nerviosos. Yo lo achaqué a nuestro ambiente. Te llevé a que te reconociera mi maestro y nos aconsejó un cambio de aires.

Por eso nos mudamos.

..........

EL CAMBIO COINCIDIÓ con tu embarazo. Pero, pese a lo feliz de esta noticia, la mudanza fue triste. En el viaje, como un mal presagio, se perdió nuestra perrilla. Saltó del coche de caballos y se quedó rezagada. Nunca más la vimos.

Nos instalamos en la nueva casa, en un pueblo más grande, en el que no conocíamos a nadie. Aunque decidí aquel traslado pensando sólo en tu enfermedad, nunca me lo agradeciste.

Muchas veces tuve que tragarme la contrariedad y la rabia, sobre todo al principio, cuando no tenía clientes.

Pero me compensaba saberte embarazada, pensar que íbamos a traer al mundo a un nuevo ser. Mi cariño se agrandaba al verte andar con torpeza, fatigosamente, mientras crecía tu vientre. Y te dejabas acariciar por mí. (¿Qué sentías, Emma? Dime, ¿qué sentías entonces?)

Después, cuando nació nuestra hija, le pusimos el nombre que elegiste.

En ese tiempo entablamos amistad con uno de tus amantes. Era el pasante del notario.

No sé si ya entonces erais amantes. Por las cartas que luego he leído tengo la sensación de que aún no, pero probablemente ya galanteabais.

Recuerdo aquellas noches en que el farmacéutico y yo, en la fonda del pueblo, jugábamos a las cartas. Tú te sentabas, en la misma sala, junto a León. ¿Sabes? Disfrutaba viéndote hablar con él, sabiendo que con aquel muchacho te sentías a gusto.

Supongo que su conversación sería más interesante que la mía, más próxima a tus intereses.

El caso es que después él se fue del pueblo. Tras su marcha te encontré abatida, como si hubieras perdido uno de los soportes de tu vida.

..........

CÓMO HA JUGADO con nosotros Flaubert o el destino o quien sea…

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ME CUESTA TRABAJO recomponer nuestra historia. Algunos hechos me parecen anteriores y luego me doy cuenta de que pasaron después.

Creo que fue tras la marcha de León cuando dijiste que querías aprender italiano. Encargaste un diccionario, un libro de gramática y papel para escribir.

Yo siempre me he alegrado de que tuvieras alguna ilusión, algún aliciente en tu vida, y esta vez no fue menos.

Algunas noches me molestaba despertarme al oír un ruido y, tras el sobresalto, darme cuenta de que no era ningún enfermo que me buscara, sino tú frotando una cerilla para encender la lámpara. Pero me agradaba saber que estabas haciendo algo que te gustaba. Sin embargo, tu interés duró poco y dejaste el italiano.

También fue por entonces cuando empezaron tus desmayos. Un día escupiste sangre al toser y yo, que ya andaba preocupado por tu palidez, tuve miedo de que hubieras enfermado de tuberculosis. Ese día, en mi consulta, estuve llorando a solas. Llorando por nosotros. (Como ahora, Emma. Más o menos como ahora.)

Quise que siguieras un tratamiento y te negaste. Llamé a mi madre para que nos ayudara y acabé discutiendo con ella. Mi madre decía que tu problema era de ociosidad, que todo lo que te pasaba era por culpa de las novelas y revistas que leías. Insistió tanto que acabé cancelando las suscripciones. Pero no mejoraste.

Fue entonces cuando conociste a otro de tus amantes. Era un cliente mío, un terrateniente que vino a mi consulta porque sentía hormigueos. Me pareció un gandul, uno de esos ricachones que se aburren y se inventan enfermedades, pero, ya que con eso no iba a perjudicarle, le hice una sangría.

Ahora pienso que quizá no habrías llegado a conocer a Rodolfo si mi ayudante no se hubiera desmayado al ver la sangre. El caso es que tuve que llamarte a gritos para que vinieras a la consulta a ayudarme.

Supongo que Rodolfo quedó prendado de ti y urdió un plan para conquistarte. Sí, a partir de ese momento buscó tu cercanía.

Yo, Emma, nunca he sido celoso ni malpensado. Así que no me extrañó que se nos acercara el día de los comicios, ni luego, cuando los fuegos artificiales. Ese día se las ingenió para hablar contigo. Y después apareció por casa trayendo regalos, supuestamente para agradecer mis servicios. Pero, claro, ahora sé a lo que iba. Iba para estar contigo.

Él sí que supo hacer bien las cosas. Aprovechó que le habías hablado de tus ataques de nervios para sugerirte montar a caballo.

Fíjate si soy necio. Cualquier hombre habría pensado “De ninguna manera; este individuo quiere seducir a mi mujer y acostarse con ella”. Pero yo no. No digo que nunca se me pasara por la cabeza esa idea. Pero para mí era más importante que te curaras. Era más importante verte feliz.

¿Y por qué, Emma? Porque te quiero, porque te sigo queriendo aunque seas, aunque hayas sido una adúltera, aunque me hayas puesto en ridículo delante de todos. (Claro que yo era ridículo desde antes, Emma: soy ridículo desde el día que nací).

Durante un año estuvisteis yendo a cabalgar todas las semanas.

Con qué ilusión te dije Encárgale a la modista un traje de montar. Y me dio igual lo que pudiera decir la gente.

No sé cuándo empezasteis a ser amantes. De las cartas que guardabas en la cómoda no puedo deducirlo, pero está claro que lo fuisteis. Está claro que empezasteis a veros con frecuencia. Y no sólo cuando salíais a montar a caballo, sino también en casa.

Sí, he sabido que Rodolfo venía por las noches y os veíais en el jardín, incluso en mi consulta, mientras yo dormía.

..........

Y MIENTRAS TANTO yo en babia. En mis ungüentos, punciones, friegas, partos, escayolas... Sí, mientras tanto yo en eso.

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QUÉ PENA ME doy. No sólo he fracasado como hombre. No solamente mi mujer me ha sido infiel, sino que también como médico he sido un desastre.

Mi mayor fracaso se debió en parte al deseo de parecerte importante, de exhibir ante ti algo mínimamente digno de admiración. Tampoco faltó la incitación del farmacéutico, tan fanfarrón, tan dispuesto a aparecer como el padre de la idea. El caso es que acepté operar a un pobre desgraciado, a un tullido. Carezco de experiencia quirúrgica, pero el farmacéutico me animó. En cuanto a ti, te noté entusiasmada, quizá porque pensabas que, si la operación tenía éxito, me convertiría en alguien respetable.

El caso es que, tras estudiar durante semanas un tratado de cirugía, me decidí a operar a aquel desgraciado. Al final fallé. El pobre cojo, que hasta entonces andaba arrastrando un pie, quedó peor de lo que estaba. Hubo que avisar a un cirujano (a un cirujano de verdad) para que le amputara la pierna gangrenada. Por supuesto, el cirujano no perdió la oportunidad de humillarme en público.

Mientras el cirujano le amputaba la pierna yo me quedé en nuestro cuarto de estar, temiendo que mi víctima pudiera morir en la amputación (y el culpable sería yo) y pensando que su familia podría demandarme y arruinarme. No conseguía estarme quieto, iba y venía de un lado a otro, y tú me obligaste a sentarme diciendo Me mareas.

Sentí la mayor desazón de mi vida al oír el grito de aquel hombre al serle cortada la pierna. Entonces busqué refugio en ti, te pedí que me dieras un beso y tú me rechazaste. Saliste de la habitación dando un portazo. (Aún suena, aún sigo oyéndolo.)

Nunca me ofreciste consuelo ni te mostraste tierna ni amable. Y sin embargo… Sin embargo, te quería.

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DEBIÓ DE SER entonces cuando concebiste la idea de fugarte con Rodolfo. Está claro que fue idea tuya. No sé si él compartió alguna vez ese proyecto, pero lo dudo mucho. Probablemente te hizo concebir falsas esperanzas para, de paso, obtener mejor tus favores. Pero desde el primer momento debió tener claro que no se iría contigo.

Ahora entiendo por qué pasaste entonces una etapa apacible. Supongo que te animaba la convicción de que ibas a dejarme, de que ibas a vivir otra vida con alguien al que amabas (o al que creías amar).

Pero el desengaño fue atroz. Tras tu muerte encontré en el desván la carta que Rodolfo te envió. La típica carta de quien, después de aprovecharse de una mujer, rompe con ella para ahorrarse complicaciones. Y como siempre en estos casos, decía cínicamente que lo hacía por ti. Por ti, para evitar que fueras ultrajada.

También me explico ahora aquel desmayo repentino, aquellas convulsiones que sufriste. Fue tu reacción al recibir la carta.

Casi dos meses estuve a tu lado, al borde de nuestra cama, sin atender a mis enfermos, sin apenas dormir, tomándote el pulso, aplicándote compresas y poniéndote bolsas con hielo. Casi dos meses.

Lloré de alegría cuando, por fin, te vi comer una tostada. Y volví a llorar cuando accediste a levantarte y andar conmigo por el jardín. Por el mismo jardín en que te habías reunido, a mis espaldas, con Rodolfo.

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FÍJATE LO QUE dice de ti. Está hablando del momento en que proyectabas fugarte con Rodolfo, abandonarme. Digo “proyectabas” y no “proyectabais” porque él nunca quiso compartir su vida contigo. Sólo usarte, sólo aprovecharse de ti. Y mira lo que dice Flaubert:

“Nunca Emma Bovary había estado tan hermosa como en esos tiempos. Poseía ese tipo de belleza indefinible que es como una irradiación del entusiasmo, de la alegría interior, de la sensación de triunfo, el resultado de una feliz conjunción entre carácter y circunstancias. Sus anhelos, sus sinsabores, su experiencia del placer y aquellas ilusiones suyas constantemente dispuestas a revivir, a la manera de flores bajo el efecto del abono, la lluvia, el aire libre y el sol, habían ido madurándola poco a poco y ahora al fin se esponjaba en toda su plenitud.”

O sea, que tus instantes de mayor esplendor no fueron para mí, sino para ese patán que te engañó sin miramientos.

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FUE TAMBIÉN MI deseo de verte feliz lo que hizo posible tu reencuentro con León. Ya os habíais conocido en el pueblo, pero creo que entonces todavía no erais amantes. Sí lo fuisteis, desde luego, a raíz de reencontraros en Ruan.

Tuve la idea de llevarte a la ópera. Pensé que te gustaría, a ti que disfrutabas tanto de las novelas románticas.

Allí, en el teatro y durante un entreacto, nos encontramos casualmente con León. Aunque no: en realidad fui yo quien me topé con él. Tú estabas en el palco que habíamos reservado, y yo le pedí a León que pasara a saludarte. Fui yo quien propició que os vierais.

Y también fui yo quien insistió en que te quedaras a pasar la noche en Ruan. Aunque yo tenía que regresar para atender mi consulta, te animé a quedarte en el hotel para asistir a la función del día siguiente.

Te quedaste, y probablemente fue esa noche cuando os hicisteis amantes.

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AHORA QUE SÉ, por las cartas que he encontrado, que León y tú seguisteis viéndoos, me resulta fácil entender la espiral en que entraste: los gastos en que incurriste, las argucias con que me arrancaste aquel poder notarial que otorgué a tu favor, el dinero que pediste prestado a mis espaldas, y la excusa que inventaste para viajar cada semana a Ruan: esas clases de piano que después he sabido que nunca recibiste. Ibas a Ruan sólo para estar con León.

¿Cómo olvidar aquella noche que no volviste a casa?: mi desasosiego; el llanto de la niña, que no quería acostarse sin haberte visto; y mi viaje desesperado a Ruan, con el corazón a punto de rompérseme… ¿Cómo olvidar aquella noche?

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ME HABRÍA GUSTADO sorprenderte cuando estabas con León o con Rodolfo y ver tu reacción. Tal vez habrías dicho:

-Él es fuerte. Tú eres débil. Él es recio. Tú eres frágil. Él es bello. Tú me desagradas. Él es cálido. Tú eres frío.

Tal vez habrías dicho eso, y con toda razón.

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ME PEDISTE QUE dejara de dormir contigo y accedí. Pensé que me lo pedías para sentirte tranquila; y yo, con tal de que te curaras de tus crisis nerviosas, hice tu voluntad. A veces me parecía oírte hablar o gritar. Entonces iba a tu cuarto y me obligabas a salir.

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AL FINAL, LO que te llevó a la muerte fue el dinero. Dilapidaste, a escondidas, la herencia de mi padre, empeñaste nuestros bienes, caíste en las garras de un usurero y ya no pudiste salir.

Llegaron entonces la escasez, la falta de dinero hasta para comprar medias a la niña, el embargo de nuestros muebles…, tu suicidio.

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TU SUICIDIO. ESAS horas horribles. Te tumbaste en la cama y yo, pobre de mí, creí que era otra de tus crisis. Entonces vinieron tus vómitos, tu lividez, tus gemidos. Vino tu negativa a contestar a mis preguntas, ¿Qué te pasa, Emma?, ¿te duele algo?, tu silencio para que yo no pudiera actuar a tiempo, para que no me fuera posible evitar tu muerte. Hasta que se me abrieron los ojos y dije ¿qué has tomado? y tú señalaste una carta y ahí leí “arsénico”.

Pero ya no había nada que hacer.

Me desesperé, hice llamar a los mejores médicos de la provincia.

Entre tanto vino el farmacéutico y preparó un antídoto. No te hizo efecto, y el vomitivo que también te dimos sólo te hizo expulsar sangre.

A esas alturas yo no podía hacer nada. Sólo llorar, boca abajo en la alfombra.

Al verme llorar dijiste Pronto dejaré de atormentarte. Eres bueno.

Ésas fueron las últimas palabras que me dirigiste, Eres bueno, mientras me acariciabas la cabeza.

Todavía tuve valor para mandar que te enterraran con tu vestido de boda, para guardar un mechón de tu pelo y para echar unos puñados de tierra sobre tu ataúd.

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PERO, DE HABER sabido en el momento de tu muerte que me engañaste con otros hombres, tal vez te habría ahogado yo mismo. Tal vez habría oprimido tu cuello con mis manos, hasta impedirte respirar.

Sí, quizá te habría estrangulado. Habría gritado Puta, puta y, de paso, te habría evitado la agonía. Te habría acortado los trámites.

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Y DESPUÉS, POR si no hubiera tenido aún bastante ración de infierno, vinieron más problemas: facturas por los gastos que habías hecho, préstamos que había que devolver… Y teniendo entre tanto que ocultar mi dolor a nuestra hijita. Aunque también a ella le ha salpicado esta tristeza.

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SIN EMBARGO, EMMA, no ha sido eso lo peor. Lo peor ha sido encontrar en el desván la carta de Rodolfo. Aquella carta en que, después de haberte prometido que se fugaría contigo, decía que desistía para no perjudicarte.

Y yo, siempre tan estúpido, incluso después de leer la carta quise creer que lo vuestro fue un amor platónico…

Hasta que abrí el cajón de la cómoda. El cajón en que guardabas tus intimidades. El cajón que siempre respeté, cuya apertura me pareció hasta entonces una profanación. Lo abrí y ahí estaban las cartas. Todas las notas que tus amantes te habían hecho llegar.

Ya no había duda. Devoré esos papeles mientras gritaba y lloraba como un loco.

..........

HACE UNOS DÍAS me encontré con Rodolfo. Empezó a hablar de bagatelas, pensando que yo seguía sin saber nada de lo vuestro. Le interrumpí y le dije No le odio. Se quedó perplejo.

Pero es verdad, Emma. No le odio. Dije lo que en el fondo pienso: que la culpa es del destino, de la fatalidad.

Y me aparté de él.

..........

Y AQUÍ ESTOY, Emma. Hundido, encerrado en casa, sin salir ni recibir a nadie, hasta inventando excusas para no visitar a mis enfermos.

Así estoy ahora, Emma.

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PUTA MÁS QUE puta
que me has engañado
que te has acostado con otros mientras yo trabajaba como un perro
mientras yo bregaba con mocos esputos orines heces
ofreciéndome luego tu peor cara
tus gritos tu histeria
y reservando para otros lo mejor
lo mejor para ellos
tus besos tu risa tus caricias tu cuerpo tu belleza
todo todo todo
lo mejor de ti para ésos que
te usaron te tiraron
lo mejor de ti para los que
te sedujeron te embaucaron
para esos cabrones
pero no
cabrones no
cabrón (lo que se dice cabrón)
el único cabrón soy
yo.

..........

Y ¿QUÉ CULPA tenías de que yo no te gustara?
¿Qué culpa tenías de no estar enamorada de mí?
¿Qué culpa tenías de que otros hombres encendieran en ti lo que yo no encendía?
¿Qué culpa tenías de no poder romper conmigo para irte a vivir con otro al que amaras?
¿Qué culpa tenías de que las leyes no te dejaran divorciarte?
¿Qué culpa tenías de que, aunque las leyes lo hubiesen permitido, no tuvieras un medio de vida, un sustento para no depender de mí y poder elegir por ti misma?
¿Qué culpa tenías de que todo fuera así?
¿Qué culpa tenías de todo eso?
¿Qué culpa tenías de nada?

.........

Y TAMBIÉN ES normal que te sintieras atraída por otros, por hombres que irradiaban más virilidad y más fuerza que yo. A fin de cuentas, ¿qué pasa en la naturaleza? El macho más dotado acapara las hembras. Todas las hembras.

Los débiles, aquéllos que carecen de vigor y energía, no tienen opciones.

.........

SUPÓN POR UN momento, Emma, que no existimos, que no hemos existido nunca. Imagina que alguien nos imagina. Supón que esa persona escribe nuestra historia. Que es él, y no nosotros, quien mueve nuestros pasos.

Y bien, Emma, ¿qué diferencia hay?

¿Qué más da que alguien -un escritor, un novelista- decida por nosotros, o que sea algo -la realidad- quien decide? ¿Acaso la realidad no se autoescribe, acaso no escoge ella misma los pasos que da? Incluso cuando creemos decidir nosotros, no lo hacemos del todo, porque avanzamos ciegamente a lomos del impulso, porque no conocemos las circunstancias ni prevemos las consecuencias de nuestros actos.

¿Habrías hecho todo lo que hiciste, Emma, de haber sabido los efectos de tus acciones?

Es la realidad quien nos mueve. Como el viento a las ramas, o el mar a los barcos que empuja a la deriva.

..........

¿SE PUEDE AMAR a quien te ha hecho sufrir?
¿Se puede amar a quien te ha arruinado?
¿Se puede amar a quien te ha ofendido?
¿Se puede amar a quien te ha engañado?

Sí, se puede.


..........

¿CÓMO PUEDO ODIAMARTE tanto? ¿Cómo puedo amodiarte de este modo?

..........

QUIERO ODIARTE, EMMA, y no lo consigo. Mi voluntad te detesta. Mi corazón no.

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PERO SI RESULTARA que tu muerte fue un sueño y al despertarme de ese sueño, y sabiendo todo lo que ahora sé, te encontrara, ¿qué diría?, ¿qué parte de mi corazón hablaría contigo?

¿Y qué haría?: ¿seguir a tu lado?, ¿apartarme de ti?, ¿matarte?

¿Qué haría yo?

..........

SI ME DIERAN a elegir, ¿preferiría no haberte conocido nunca?: ¿no haber visto jamás tu pelo, tus ojos, tu sonrisa; no saber qué es tenerte entre mis brazos?

Ahora que conozco el coste de tu pelo, de tus ojos, de tus labios…, ahora que he pagado el precio de abrazarte, ¿preferiría no haberlo pagado? ¿Preferiría no haberte conocido?

..........

FLAUBERT QUISO HACERME pequeño y mediocre pero no le salió. En realidad soy grande. Sí, soy un ser generoso y sensible. Ninguno de esos tipos puede comparárseme. No soy un fanfarrón como el farmacéutico. No soy un truhán como Rodolfo, ni disfruto, como él, seduciendo mujeres para después hundirlas. No soy un mezquino como León, que probablemente no hizo nada para ayudarte cuando te viste sin dinero para devolver los préstamos.

No. Yo soy mejor que ellos. No he engañado a nadie, no he sido huraño con lo que poseo. (Ni siquiera contigo, mi posesión más querida, fui celoso.) No he sido cretino. No he sido vil.

...........

HACE SOLEDAD DENTRO y en la calle llueven las nubes gotas de ya nunca.

...........

¿QUÉ ES POSEER a alguien? No puede ser frotarse con otro, encajar lo convexo en lo cóncavo. Si fuera eso sería muy poco.

Pienso ahora que nadie posee a nadie. Pero, si algo puede acercarse a poseer, es llevar a alguien en el corazón. Es amar aunque no te amen. Aunque te detesten y traicionen.

Y yo, Emma, he vivido contigo mis horas mejores. Para verte feliz he sacrificado cualquier ambición. Me fui a vivir a otro sitio por ti, dejé una clientela que me había llevado años lograr, me arriesgué a perderlo todo atreviéndome (sólo para complacerte) con una operación para la que no estaba preparado, soporté tus crisis nerviosas, cuidé de nuestra hija todas las veces que tú no podías o no querías hacerlo, dejé de dormir contigo cuando me lo pediste… Y te he visto morir, Emma. He presenciado tus vómitos, tu vaciamiento... (¿Qué hacían entre tanto tus amantes?, ¿de qué modo estarían ellos solazándose mientras tú agonizabas y yo enloquecía?)

Sólo yo te he amado, Emma. Sólo yo te he poseído.

........

PERO AL FINAL me absolviste. Seguramente soy grotesco y ridículo, pero tus últimas palabras fueron Eres bueno.

“Eres bueno” dijiste, mientras acariciabas mi cabeza.

Eres bueno.

Y con esas palabras me absolviste, amor mío.